miércoles, 15 de julio de 2015

ALREDEDOR DE LAS CINCO A.M.


Cuando el tren que iba hacia San Jerónimo se detuvo justo en medio del túnel con un frenético chirrido de las ruedas metálicas, todo el mundo abordo despertó de su acogedor vaivén con un sobresalto.
A doña Edelmira le cayó  sobre la cabeza el canasto con los tamales que llevaba al mercado y otros  bultos volaron por los aires sorprendiendo a los viajeros. Nadie atinaba a saber qué había sucedido, pues la luz también se cortó y dentro del tren la confusión era tremenda. Se escuchaba el cacarear asustado de las gallinas, el llanto de los niños semidormidos y las preguntas que se hacían   los  comerciantes que a esa hora se dirigían a vender sus productos al tianguis.
Algunos hombres sugirieron que alguien se bajara a averiguar, pero otros argumentaron que el tren podría ponerse en marcha justo en ese momento, o que sería muy peligroso caminar en un túnel oscuro. Cada cual daba su opinión alumbrándose brevemente con algún cerillo. Doña Edelmira preguntó la hora y un señor enfrente de su asiento le dijo que eran alrededor de las 5 de la madrugada. Una anciana, que se hallaba envuelta en un gran chal de estambre, exclamó que alguien debería ir de vagón en vagón hasta llegar a la máquina y averiguar qué sucedía (ellos se encontraban en el penúltimo compartimiento  del tren).
Dos hombres jóvenes se ofrecieron a ir, y encargaron sus pertenencias a doña Edelmira, que era su conocida. La gente sacaba la cabeza por las ventanas tratando de saber qué pasaba, pero sólo  veían a distancia un leve reflejo de luz a la salida del túnel. Algunos hombres se asomaron por las puertas del tren (no podían ir más lejos por cuidar de sus bultos) e igualmente se encontraron con otros del vagón anterior que  hacían lo mismo, pero nadie tenía una respuesta. Los chiflidos iban y venían sin dar con el maquinista y los jóvenes. Esperemos a que regresen los muchachos, sugirió don Desiderio, un  señor gordo que vendía melones en el tianguis.
Bien, bostezó doña Tere, mientras tanto,  sea bueno y alúmbreme aquí para tomar un cafecito. No faltaba más  señito, respondió galante el gordo. La señora sirvió unos vasos de plásticos y, con voz de feriante, preguntó si alguien quería café. Varios alzaron la voz. ¡Si  hay que estar un buen rato, más valdrá un cafecito! Así se fueron acercando hasta conseguir un vaso con el revitalizador líquido y se arrellanaron cerca de la Tere, mientras don Sebastián, hombre muy callado hasta ese momento, se animó a ofrecer cigarrillos acomodándose para a conversar cerca del grupo. Alguien contó una anécdota vivida en otro tren y don Casimiro contó unos chistes que los hizo reír de buena gana.
Entre los vagones se situó otro grupo de hombres a especular con la situación, quejándose que si esto se demoraba  más, les iría muy mal con las ventas de la mañana. Ahí también los hombres se convidaban cigarrillos, como una forma de calmar los nervios o como una manera de ser solidarios entre sí. A lo mejor atropellaron a algún cristiano, comentó uno. Yo pienso que se atravesó  algún  animal.  Pues algo paró al tren ¿no? ¡Claro!, una vaca, exclamó un joven y todos se volvieron hacia él con una carcajada. ¡Buena, Ramón, sacaste cigarrillo! Les digo que no pasó eso, ya ven que se apagaron todas las luces, rezongó una mujer flaca que tenía un niño en sus brazos. Pues algo pasó, de eso no hay dudas seño, pero si esto no se arregla pronto, la carne que traigo se echará a perder, agregó un señor de ancho bigote.
 ¡Oigan!, hace como media hora  que se fueron los muchachos y no han regresado. ¿Ésos? ¡Ah!, ya  están en el tianguis, bromeó con voz irónica uno que no quitaba la vista de su reloj. Hay que esperar, dijo Ramón. Por lo menos ya está  aclarando un poco, agregó un hombre con sombrero de palma y un saco en sus manos. ¡Que vayan otros!, pidió la mujer flaca, mi niño está enfermo. Ya no  se preocupe tanto seño, falta poco. En ese momento se prendió la luz y hubo gritos y chiflidos de felicidad. Pronto,  vuelvan todos a sus asientos, pidieron los jóvenes que regresaban desde la máquina. ¡Ah, por fin llegaron!  ¿Qué fue lo que pasó? Pues, ¿qué creen?, una falla mecánica. Todos rieron.
¿Pa’eso se demoraron tanto?, exclamó doña Edelmira. Ya, pues,  si no se podía caminar con tanta gente en los otros vagones, señito. Es que nadie sabía nada y todos estaban requete asustados, agregó el otro  joven.
Minutos después de que volviera la luz, el tren dio unos remezones como para sacarse la pereza, otros pocos quejidos metálicos y,  continuó su marcha saliendo del túnel, bordeó un cerro para luego llegar a campo abierto.

La calma  en el tren reinó de nuevo, los pasajeros en sus asientos trataban de conciliar  el sueño tan bruscamente arrebatado.  Don Desiderio miró su reloj,  aún quedaba media hora de viaje.

miércoles, 1 de julio de 2015

LA HUELLA DEL CAÍDO



Sólo una mancha de lágrimas resinosas
dejó el Canelo, dios de la selva.
El árbol sagrado de los mapuches
ha caído derribado por el silencio.
Los líquenes cuya barba de invierno
cuelga de los rostros innumerables del bosque,
se afligen y murmuran goteando
preguntas sobre pozas taciturnas.

La luz aparece a través de andamios de raíces
y hojarascas dormidas,
en espera que la llovizna de otoño les deshaga
entre sus dedos transparentes.
El canelo desde su lecho de muerte
observa con lágrimas huérfanas a un ejército de hormigas
que le rodea e invade  desbaratando su débil coraza,
mientras las lenguas del mistral
penetran las brechas de su astillado corazón.

Ha muerto el Canelo, divulga un pájaro que deambula distancias,
incansable viajero en busca de algo perdido en el tiempo
que ya no existe.
Un coro de chicharras despierta sorprendida
ante  importante tragedia.
Miles de luces alumbran las hebras pálidas del musgo
y anuncian que ha nacido una estrella
en un pedazo callado de la selva.

Un corazón de ámbar lanza su brillo

desde la huella del caído.