sábado, 15 de diciembre de 2018

EL LEGADO




Los rojos  titulares del periódico de Teocuitatlán anunciaban esa mañana gris que Beatriz Maldonado dueña de la prestigiosa zapatería de su mismo nombre, había sido asesinada la noche anterior. Con lujo de detalles contaba que la rubia cabellera de la mujer había quedado impregnada de sangre cuando  le  destrozaron el cráneo con una estatuilla metálica del Quijote de la Mancha.
La privada historia de la familia Araya, después de la muerte del señor Roberto Araya, quedaba para siempre en los archivos de la policía. De más está decir que por ningún motivo fue un  crimen pasional, sino sencillamente una venganza.
La resignada pena de la señora Mercedes Araya una vez que el funeral concluyó, se  vio alterada hasta el punto de convertirse en rabia y rencor, el mismo día en que se convocó a la familia para la lectura del testamento del difunto esposo. Como es natural, ella se presentó, justo a las cinco de la tarde, en el despacho del rechoncho abogado Pérez, acompañada por sus dos hijos, dueños de la “Zapatería Hijos de Araya” y  en vida del padre, llamada “Zapatería Araya e hijos”.
Todo parecía normal esa tarde de color miel que, a pocos minutos de permanecer la familia en el despacho del regordete abogado, por no sé qué suerte del tiempo, se volvió de un intenso color gris.
El licenciado, estudiadamente ceremonioso, saludó a la familia, mientras no dejaba de acariciar su denso bigote estilo Salvador Dalí. Una vez sentados extrajo de una caja fuerte  situada a sus espaldas, un sobre de color amarillo y lo abrió en su presencia.  El silencio era expectante y  reinó por un breve momento en la estancia. La señora Araya sacó de su bolso un pañuelo blanco con sus iniciales en una esquina y lo apretó entre sus manos, como adivinando que esa lectura le causaría llanto. Pero no fue así, el abogado después de carraspear para darse  un tono de importancia, apartó el documento del sobre y anunció  la lectura.
La señora Mercedes pasó brevemente el pañuelo por su nariz mientras los hijos vestidos impecablemente con sus trajes gris y azul, camisas blancas, corbatas; una de líneas  blancas combinadas con azul y la otra de rayas  blancas y rojas,  dieron un suspiro de alivio y se acomodaron a escuchar.
Todo parecía normal, tal vez demasiado normal. Sin embargo, de pronto esa excesiva confianza se quebró  cuando uno de los hijos del finado señor Araya se levantó enfurecido de su asiento y salió del despacho dando un tremendo portazo. El otro hijo quedó como petrificado en la silla, todavía atontado por el anuncio, incrédulo de lo que había escuchado. La señora Araya de súbito volvió del aturdimiento en que se encontraba y se alzó de su asiento con el propósito de arrebatar el documento de manos del gordo abogado, el que a su vez, retrocedió tratando de salvar el testamento. Un grito cruzó el ambiente y se estrelló junto  a la cara del licenciado. ¡No, no puede ser!, la señora Araya se dejó caer en la silla aniquilada por la desagradable e increíble noticia, todo su mundo se desplomó a sus pies. El señor Roberto Araya dejaba su zapatería a una atractiva señorita de Sayula, una tal Beatriz Maldonado.
Mientras el asustadizo y rechoncho albacea se disculpaba con la viuda y su hijo,  lamentaba no poder hacer nada para cambiar ese testamento, el sudor corría por su frente  y en vano lo secaba con su  pañuelo sin poder controlarlo. Doña Mercedes y su hijo abandonaron el despacho tan mortificados como si de pronto llevaran veinte años de dolor en sus espaldas.
La vida de la señora Araya se extinguió de  tristeza durante los veintitrés días en que contempló a Beatriz Maldonado, vestida con unas llamativas minifaldas, abrir y cerrar la zapatería que desde siempre le había pertenecido. En sus labios  tan sólo se escuchó una palabra repetida durante esa noche, una frase llena de rencor y de reproche hacia su difunto marido: “hijo de la chingada.”
El martes, los hijos de Roberto Araya enterraron a su madre. El día jueves por la noche hicieron una primera y última visita a Beatriz Maldonado en su casa,  allí mismo abusaron de ella sexualmente y terminaron con la vida de la mujer de la forma en que lo anunció el periódico,  en primera página y en llamativo titular, esa mañana gris.








sábado, 1 de diciembre de 2018

INQUIETUD




Lo que más me preocupa después del viaje, es el olvido,
el recuerdo sea solo un leve rozar de quimeras
y vague hasta la extinción,
bajo la luz parpadeante de la noche.

Hay una inquietud, invade la estadía
y orla la memoria
como un cúmulo de galaxias ronda en su delirio,
imagina, entristece, consume los sueños
y deja huérfana  la  ansiedad trastabillando
por las aceras ennegrecidas.

Lo que  se vislumbra es alarmante,
no hay un rastro visible en un camino  de tinieblas.
La palabra se desvanece, océano de incógnitas la absorbe
y no hay respuesta para tantas preguntas.

Podría ser más factible el desenlace,
un batir de alas en retirada,
atravesar el cristal del día en un suspiro,
alzar el vuelo cuando el remolino de la noche se aproxima.
Todo vale,  pero la inquietud  no cesa,
abre su  boca a los temores, deja pasar  los vientos
y tormentas.
Rodeada de insomnios y  dificultades,
el sueño se esfuma vagando fuera de la casa,
golpea los faroles, despierta a lo seres dormidos,
no tiene piedad de los pordioseros,
les enfría los pensamientos.
Sigo el paso de las horas que taconean cada minuto,
la inquietud avanza por una calle sin salida,
abre sus alas y  da un grito de impotencia,
se toma los cabellos y  sacude un improperio.

La preocupación no tiene límites
absorbe la calma como  pan con mantequilla,
la deglute y luego queda vibrando cual campana desbocada.
y ahí estoy hablando con las sombras,
con una puntada que atraviesa mis dudas.

¡Ay  inquietud!, duérmete bajo la sábana,
entrégate en un bostezo profundo,
cubre el sobresalto con manos de ausencia
pero, déjame morir un poco esta noche
en los amantes brazos de Morfeo.