¿En dónde quedó el abrazo que titilaba en el aire
y derribaba cualquier muralla?
¿Dónde el beso del encuentro, de buenos días,
de amistad, despedida?
Todos dicen que fue un virus,
rompió de pronto
la rutina diaria, nos aisló con un tapabocas,
gafas protectora, medición de temperatura, gel
desinfectante de las manos,
y guantes que impidieron el tibio
roce.
Ahora yacemos encerrados, presos voluntarios,
confinamiento sin ser culpables,
entre las paredes de nuestra casa.
Y caminamos por las calles desconfiando del que se acerca
con un cubre bocas, con lentes de protección,
y nos apartamos con pasos rápidos
evitando el contacto, incluso visual.
Estamos en medio de un plan muy bien elaborado,
diabólico, pendiente de un péndulo sobre nuestra frágil estructura,
el inicio de algo más tenebroso que pronto vendrá,
como una enfermedad contagiosa
por la pérdida de confianza.
Incertidumbre que navega nuestros sueños
con máscara de aguafiestas, profetizando
días tenebrosos que se asoman con sus guadañas
sobre la inocente humanidad.
Hay un lamento que no cesa,
una predicción avanza con pasos seguros
invadiendo la paz y trae malos augurios.
La cifra de fallecidos sigue su marcha
camino del campo santo, con pasos
marchitos.
Lágrimas suspendidas tras gafas trasparentes
cubren los espacios de amapolas
fenecidas.
Atrás han quedado los abrazos no dados, aquellos
besos de ternura se disuelven en el viento
sin llegar a comprender, lo frágil y débil del ser humano.
Por culpa de un virus, yacemos a la espera,
en la agonía de ver partir a
mucha gente
que sin abandonar el nido, vuelan
entre sombras
siniestras, y pierden la vida.
Covid-19 en el siglo XXI, la
epidemia invasora.
Días aciagos mantienen a la humanidad oscilando
entre la duda y el miedo a la
muerte,
mientras la vida escapa, no hay una vacuna,
una curación que en tiempo de tecnología no existe.
Y vamos cayendo por el abismo de la desventura
los que por la edad, no podremos
salvarnos.
Y todo por culpa de un virus.