lunes, 15 de octubre de 2012

LÁGRIMAS


Lágrimas que caen y ruedan
despeñándose sobre un abismo sin fin.
Evaporadas ante la redondez y negrura
del sol de la melancolía
con una casualidad absoluta.
Las lágrimas tienen orugas ácidas que pulen las avenidas,
y aspiradoras en cada árbol de la ciudad.
Las lágrimas suben como fríos redondos
por las espaldas de los buzos
y forman un crepúsculo celeste
donde el tiempo camina con pasos de dinosaurios
y los ojos se llenan de estiletes de rosas.
Las lágrimas no saben de horas ni de espacios,
se mueren en sustos azules
como pedazos de estrellas zozobrados
en las atarjeas del cosmos.
Las lágrimas se pueden ir aunque no lo quieran
por una turbulencia de amatista
o esconderse en cajas vacías de ausencias.
Se desmoronan con una leve crepitación floral
al primer aletazo de la tristeza.
En las lágrimas los pájaros comen telarañas
y hacen sus nidos en el rastro de un recuerdo.
Las lágrimas se derriten cuando la música
las tienta con sus espinas húmedas
y vuelven la nieve en ellas, sal de zafiros.
Entonces amanece una fosforescencia lejana,
por cada lágrima perdida,
por cada lágrima encontrada,
que ilumina la huella romántica
dormida en una ilusión.


lunes, 1 de octubre de 2012

EL LEGADO



 

Los rojos  titulares del periódico de Teocuitatlán anunciaban esa mañana gris que Beatriz Maldonado dueña de la prestigiosa zapatería de su mismo nombre, había sido asesinada la noche anterior. Con lujo de detalles contaba que la rubia cabellera de la mujer había quedado impregnada de sangre cuando  le  destrozaron el cráneo con una estatuilla metálica del Quijote de la Mancha.
La privada historia de la familia Araya, después de la muerte del señor Roberto Araya, quedaba para siempre en los archivos de la policía. De más está decir que por ningún motivo fue un  crimen pasional, sino sencillamente una venganza.
La resignada pena de la señora Mercedes Araya una vez que el funeral concluyó, se  vio alterada hasta el punto de convertirse en rabia y rencor, el mismo día en que se convocó a la familia para la lectura del testamento del difunto esposo. Como es natural, ella se presentó, justo a las cinco de la tarde, en el despacho del rechoncho abogado Pérez, acompañada por sus dos hijos, dueños de la “Zapatería Hijos de Araya” y  en vida del padre, llamada “Zapatería Araya e hijos”.
Todo parecía normal esa tarde de color miel que, a pocos minutos de permanecer la familia en el despacho del regordete abogado, por no sé qué suerte del tiempo, se volvió de un intenso color gris.
El licenciado, estudiadamente ceremonioso, saludó a la familia, mientras no dejaba de acariciar su denso bigote estilo Salvador Dalí. Una vez sentados extrajo de una caja fuerte  situada a sus espaldas, un sobre de color amarillo y lo abrió en su presencia.  El silencio era expectante y  reinó por un breve momento en la estancia. La señora Araya sacó de su bolso un pañuelo blanco con sus iniciales en una esquina y lo apretó entre sus manos, como adivinando que esa lectura le causaría llanto. Pero no fue así, el abogado después de carraspear para darse  un tono de importancia, apartó el documento del sobre y anunció  la lectura.
La señora Mercedes pasó brevemente el pañuelo por su nariz mientras los hijos vestidos impecablemente con sus trajes gris y azul, camisas blancas, corbatas; una de líneas  blancas combinadas con azul y la otra de rayas  blancas y rojas,  dieron un suspiro de alivio y se acomodaron a escuchar.
Todo parecía normal, tal vez demasiado normal. Sin embargo, de pronto esa excesiva confianza se quebró  cuando uno de los hijos del finado señor Araya se levantó enfurecido de su asiento y salió del despacho dando un tremendo portazo. El otro hijo quedó como petrificado en la silla, todavía atontado por el anuncio, incrédulo de lo que había escuchado. La señora Araya de súbito volvió del aturdimiento en que se encontraba y se alzó de su asiento con el propósito de arrebatar el documento de manos del gordo abogado, el que a su vez, retrocedió tratando de salvar el testamento. Un grito cruzó el ambiente y se estrelló junto  a la cara del licenciado. ¡No, no puede ser!, la señora Araya se dejó caer en la silla aniquilada por la desagradable e increíble noticia, todo su mundo se desplomó a sus pies. El señor Roberto Araya dejaba su zapatería a una atractiva señorita de Sayula, una tal Beatriz Maldonado.
Mientras el asustadizo y rechoncho albacea se disculpaba con la viuda y su hijo,  lamentaba no poder hacer nada para cambiar ese testamento, el sudor corría por su frente  y en vano lo secaba con su  pañuelo sin poder controlarlo. Doña Mercedes y su hijo abandonaron el despacho tan mortificados como si de pronto llevaran veinte años de dolor en sus espaldas.
La vida de la señora Araya se extinguió de  tristeza durante los veintitrés días en que contempló a Beatriz Maldonado, vestida con unas llamativas minifaldas, abrir y cerrar la zapatería que desde siempre le había pertenecido. En sus labios  tan sólo se escuchó una palabra repetida durante esa noche, una frase llena de rencor y de reproche hacia su difunto marido: “hijo de la chingada.”
El martes, los hijos de Roberto Araya enterraron a su madre. El día jueves por la noche hicieron una primera y última visita a Beatriz Maldonado en su casa,  allí mismo abusaron de ella sexualmente y terminaron con la vida de la mujer de la forma en que lo anunció el periódico,  en primera página y en llamativo titular, esa mañana gris.