Salió, dejó la puerta abierta de par en par,
no se despidió, ni nombró un adiós de despedida.
Nuestros ojos llorosos no lo convencieron ni un ápice,
antes de nacer fuimos y somos los huérfanos,
los fantasmas inimaginables.
Como un camaleón cambió sus colores
y se desvaneció en el aire.
¿Quién sabe cuándo volverá?
¿Qué figura adoptará para su llegada?
El perro que le hacía gracias gime en un rincón
y lamenta su partida, no entiende ese devenir del humano.
Mientras el frío entra a raudales
y penetra los huesos,
hace del hogar una batalla, llena de ausencia.
Nadie se asoma a la ventana que ha llorado sus cristales
despedidos en miles de pedazos.
Cuando regrese, pienso,
vendrá con su mejor sonrisa de arrepentimiento,
aullando como un lobo herido en busca de consuelo.
Quizás no encuentre lo que desea,
la casa tal vez no sea la misma que dejó
derrumbada por su indolencia.
A lo mejor por más que cambie su
figura
ni las arañas lo reconocerán,
y hasta otro can le morderá la sombra.
Si no ha sentido el tiempo,
ya no podrá ni mirarse en el espejo.
Así es la vida, dijo mi madre,
y nos dio de comer promesas por días,
en otras, dibujamos el pan de colores infinitos
cuando el vientre cantaban su
agonía.
Ahora alguien toca el arpa en el desván del sueño roto,
ya no lo necesitamos, podrá seguir vagando el planeta.
No hay recuerdos alentadores,
su imagen se desvaneció en el olvido.
Somos solo el producto de un descuido, lo indeseado,
y seguiremos el camino sin su
presencia nefasta.
Su nombre ha sido ausencia,
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