viernes, 15 de octubre de 2021

LOS ASCENSORES DE VALPARAÍSO


 

Subían y bajaban del cielo a la tierra.

Los que subían, impuros.

Los que bajaban, con sus pulmones limpios,

y las cajitas de arte

con sus pestañas muy abiertas,

se deslizaban por los rieles elevados

sobre los rascacielos de la ciudad;

admirando la bahía y sus barquitos de papel,

sus gaviotas y sus cerros

cual un abanico abierto al mar.

Los encontré divinos, angelicales,

con su ángulo oblicuo

sobando los costados de los cerros.

 

Al final de su ascensión, siempre un paseo,

una noche estrellada, una luna,

una sensación de paz, de amor, un beso,

un hechizo de luces y un camino

plateado cruzando el mar.

La cajita del Turrin, me mostró

su tiempo antiguo y su ding dong

de los cuartos de hora.

La de Artillería, la hermosura de mi puerto bravo,

su comparsa bohemia de la noche,

su aire marino trasnochado.

Villaseca, me trajo nostalgias...

Nostalgias de mi abuelita Alejandrina,

atareada cobrando  y ubicando a los pasajeros,

deseándoles buen día a los que bajaban.

Deje entre  viejos fierros un suspiro

titilando en su ventana

y un recuerdo de mi niñez.

 

Polanco, se internó por el interior del cerro

del mismo nombre,

me produjo escalofríos.

Subimos por su garganta a respirar

y nos despidió por su sombrero.

Reina Victoria, recién pintada

y fresca como una colegiala nos señaló el cementerio

y sus construcciones blancas.

Más allá la cárcel y  sus murallones

como una fortaleza tenebrosa,

para luego sobresalir entre los edificios

y saludar con un guiño al océano.

 

Barón, antiguo y populachero,

se elevó sobre la feria libre

para piropear al Congreso

y sus jardines bien cuidados.

 

Así visité algunos de los muchos ascensores

de mi puerto bohemio

y recordarlos desde lejos.

Allí estarán bajando y subiendo,

con su caminar eléctrico sin apuros,

como el ding dong del reloj Turrin,

bostezando una siesta de verano,

o escalando al cielo

en el silencio de un invierno...

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