sábado, 15 de abril de 2017

EN EL HOSPITAL


Por los pasillos del hospital negreaba el desamparo. De vez en cuando alguien tosía, alguien se quejaba. Una lámpara del pasillo no podía dormir y se prendía y apagaba como un ojo desvelado. Más allá una máquina bombeaba oxigeno en acompasado ritmo. Pasos sobre  el largo pasillo se detenían por breves momentos en el umbral de las salas, auscultando a los pacientes, comprobando que los habitantes del dolor estuvieran dormidos después de haber tomado las pastillas calmantes.
Un reloj fatigado por el tedio marcaba acompasado cada minuto que  al final resultaba en una lenta agonía para quienes esperaban la muerte como única solución a tanto dolor. El ruido merodeaba con  un dedo sobre sus labios y caminando en punta de pies, pero igual su vigilia hacia crujir las maderas, de vez en cuando una puerta se estremecía de pavor al ver pasar  la huesa acicalada y compuesta en espera de un alma que la acompañara más allá de la congoja.
En el hospital la noche se alarga como un acordeón descompuesto, va dejando una lenta melodía que no acaba hasta que despunta el alba y comienza el ajetreo. El día despierta somnoliento, aun está cansado y desea más tiempo para reponerse, pero la noche esta peor y se retira faltando algunos minutos para su turno.
Las enfermaras entran y salen de las salas, lavando  a los enfermo, dándoles sus pastillas, colocando inyecciones, cambiando a los bebés, en fin es un mar de composturas, todas al unísono marchan como las agujas del reloj, como un panal de abejas, zumban, sacuden, agitan, toman la presión revisan que el suero este goteando vida,  dicen palabras de consuelo, y los enfermos resignados les entregan sus escuálidos cuerpos, hasta que llega el desayuno.
En el hospital la muerte siempre se va acompañada por algún difunto, por eso los ancianos tiemblan cuando van al hospital y tiemblan cuando llega la noche.


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