El viento golpea los cristales entumecidos
con uñas breves.
Rasguña con leve a alevosía los
contornos de la indiferencia,
sin que nadie se apresure a dejarle entrar.
Hay un abismante silencio después del soplo
del Cauro,
como si
el universo cerrara la boca
por una
endémica pausa y los astros atónitos
bajaran la vista a tan expectante momento.
El hombre en su sábana lanza un suspiro,
un leve rumor
invade la somnolencia
y desata los cabellos del sueño aún en acción.
El viento susurra empañando la ventana
con aliento gélido,
tiene sus labios junto al umbral de la noche
y
suplica que lo dejen permanecer
allí.
Quiere despertar con su frío beso al viejo
pescador que yace en silencio.
La
penumbra envuelve la estancia
como una madre,
no permitirá que los sollozos del Cauro despierten la armonía
y desaten la sensación del ruido, como un rugir de mal agüero.
Pequeñas luciérnagas iluminan la soledad y los árboles con sus cuerpos
desnudos, bajan sus temores al vientre de la Tierra
resguardando
el tesoro de la sobrevivencia hasta
nuevo aviso de primavera.
El viento recoge su poncho de espuma no
necesita permanecer
hasta que
amanezca el día, debe empujar la barca antes del alba
meterse en las gélidas aguas del océano en busca del
alimento
que el hombre recogerá en sus redes.
Alguien espera a la vuelta de la inmensidad
el beso del viento al tocar las crestas de
sal, pero su llamado ha sido en vano,
el pescador ha enfilado rumbo a las estrellas,
lleva en su barca imaginaria un cardumen de
peces plateados,
mientras el viento lanza un sollozo de
soledad,
guarda sus alas fantasmales y se hunde en los
brazos de las olas.