El tiempo se
detuvo esta mañana justo a las ocho, cuando una abeja se alistaba para asaltar
una rosa. Los grillos quedaron con sus violines a medio guardar y una gota de
rocío quedó suspendida ante mis ojos,
reflejando una pregunta inimaginable. Qué maravilla pensé, paralizada
por la sorpresa, viendo mi rostro
reflejado en esa gota cristalina.
El viento batió sus alas en una pausa sin
emitir un sonido y el reloj universal se detuvo sin explicación. No hubo caos, el silencio fue el
dios del momento y por primera vez abrió
la boca de alegría y se recostó sobre
sus laureles.
Las
hormigas quedaron atónitas con su carga mañanera, sus antenas elevadas, prontas a seguir una ruta
desvanecida por la interrupción. Todo parecía normal aparentemente, pero había
que comenzar la rutina o el mundo se convulsionaría después, cuando faltara el
tiempo y el hombre anunciara una catástrofe por la pérdida en sus ganancias.
Por
eso y haciendo un fallido carraspeo, el
ruido se impuso y sacudió al tiempo con fuerza, dándole la cuerda necesaria. El
reloj volvió a latir su acompasada marcha justo un minuto pasadas las ocho de
la mañana.
Lo
interesante fue que, nadie, salvo yo, se dio cuenta de esta insólita
interrupción.
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