La vimos cruzar el abismo que nos separaba,
bajó junto a los helechos que se hundían en las aguas
desde los altos sabinos.
Mientras la hiedra
juntaba sus manos de telaraña,
éstas se humedecían sin deshacer su genuina forma,
y el río las penetró tiempo tras tiempo.
Llegó aquí con una cortina de lágrimas,
oblicuas gotas rodaron por mi rostro
como una caricia, un beso líquido y traslúcido
cerró momentáneamente
mis labios en calma.
La niebla fluyó lenta y parsimoniosa,
envolviendo nuestros cuerpos en su blanca sábana
y se deslizó por los surcos del río.
Fuimos sólo dos libélulas enamoradas
dibujando corazones sobre la cubierta del agua,
embriagadas de complicidad por el encuentro.
La transparencia de la niebla, en momentos
fue absorbida por las fisuras de las piedras,
llegando a confundir todo con su manto de bruma.
La noche, de pronto,
nos liberó de su húmedo abrazo,
abriendo el tejado del
cielo, se asomó el universo
con ojos de brillante complacencia.
La neblina taciturna, deslizándose como una gacela
por entre la sedienta boca del humedal,
fue dejando sus hebras de plata
sobre los verdes helechos,
y pudimos contemplar la
redonda luna
salir de la tierra en
llamarada de pálida fosforescencia,
quien nos miró con placentera excitación.
Tomados de la mano nos dijimos tantas palabras
que se fueron río abajo, deshojadas
en ondas silentes, sueños de espuma,
navegando por las riberas del amor.
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