Miraba el cielo
en busca de una estrella fugaz, un satélite o un ovni, aunque era muy temprano
y el cielo estaba claro todavía, cuando bajé los ojos y lo vi con sus orejas de conejo. Asomó
sólo su cabeza de entre los arbustos.
¡Alberto! le llamé, ¡sal, ya te vi!, no te escondas. Pero él me hizo una
señal y se largó a correr, entonces se me ocurrió seguirlo contenta, con esa
manera de jugar que tiene.
Después de un rato le grité, ¡Alberto, ya, deja de correr me estoy cansando!,
sin embargo él no me escuchó y se internó por el bosque.
¡Oye, Alberto, para, no te voy a seguir más!, ¡se acabó el juego, regresa!
Desde lejos me miró y me pidió que lo siguiera un poco más. ¡Oye, basta, no
me gusta internarme en la sombra de los árboles! ¡Alberto, niño deja esa
tontera y vuelve!, le repetí en el mismo lugar sin mover un pie ni para adelante
ni para atrás. ¡Ya, es hora de tomar el té, vente que hay pastel que hizo la
abuela! le grité. Alberto asomó una oreja y luego la cara, y con voz desilusionada me replicó que quería mostrarme
algo. Otro día, niño, ven que se nos hace tarde. Volvió arrastrando las patas
de conejo, revolviendo el polvo y las hojas secas del camino. Mira, has
ensuciado el traje para las fiestas, ¿qué va a decir tu mamá, ah? Que otra vez te dejé usar el disfraz, y me va
a regañar. Oye nana, tú eres mala. ¿Cómo que mala? No ves que el malo eres tú
conmigo, ahora tendré que lavar ese traje, ves, niño. Lo tomé por un brazo y lo
conduje rapidito hacia la casa, mientras le miraba de reojo con cara de
enojada, claro que era para asustarlo, y no me perdiera el respeto. Si se ve
tan mono con ese disfraz y con su colita blanca. Alberto tiene seis años y es
un lindo niño, muy inteligente, inventa tantas cosas que a veces parecen
reales, sobre todo que le ha dado con ir a jugar al bosque, cerca del área de
juegos. Qué niño, ¿no?
Llegamos a casa justo para que se cambiara el disfraz por su ropa habitual
y estuviera listo para las onces. La abuela Blanca llegó al rato junto con la
mamá y se prepararon para tomar el tesito con el pastel. ¡Uy qué rico! ¿Cómo lo hiciste abuela? Con
las manos hijo y con mucho gusto para ti, respondió sonriendo la señora. ¿Cómo
te has portado hoy?, ¿mereces un trozo grande o uno pequeño? ¿Qué dice Ana? Yo la miré, y le hice un guiño. Parece
que no muy bien. ¡Nana!, reclamó
Alberto, si me he portado bien, ¿ya?
Por supuesto, agregué, muy bien, merece un trozo grande. Una sonrisa
apareció en el rostro del niño. Y un
suspiro escapó de mi garganta y me fui a la cocina para traer la tetera.
Al próximo día como de costumbre fuimos al parque, Alberto se entretuvo con
todos los juegos mientras yo lo vigilaba. De repente, se le ocurrió salir
corriendo hacia el bosquecito. ¡Alberto, vuelve! ¡Hoy no! Tuve que correr tras
él. ¡Niño, vuelve, no seas porfiado y obedece! Pero Alberto no escuchaba y
seguía corriendo hasta desaparecer tras unos arbustos. Jadeando llegué al sitio
y al no verlo me preocupé. ¡Albertito, ven, vamos a casa! No hubo respuesta. De
pronto vi algo blanco escondido tras un árbol, no sé porqué imaginé que era ese
traje de conejo. ¡Alberto, ya me enojé! ¡Sal de allí! Pero el niño no contestó,
por el contrario, sólo asomó una de sus patas de conejo como haciéndome burla. ¡Te
dije que no usaras ese traje!, dije con voz airada, ¡basta, ven aquí! Como no
hizo ningún caso, fui hasta el árbol aquél, y sorpresa, no había nadie.
¡Alberto!, ¿dónde estás? ¡Le contaré a tu mamá que me has desobedecido!, grité.
Una risita se escuchó a lo lejos y de nuevo ese traje blanco que se escondía
entre la maleza. ¡Por favor niño, ya deja de jugar, hoy no!
Nada, me desesperé, el bosque era muy tupido y estaba alejado del área de
juegos, tenía mucho miedo de que nos
pasara algo malo, y decidida le grité
que me iría de vuelta.
Comencé a caminar, lento primero, volteándome varias veces y hablando en
voz alta para que el niño me siguiera, y sí, fue efectivo, de vez en cuando
veía esa pata blanca tras un árbol o entre los arbustos. Por lo que decidí
caminar más rápido. Apura le decía ya casi llegamos y debes cambiarte ese
traje.
Cuando por fin llegué al área de juegos, casi se me sale el corazón del
pecho, Albertito estaba llorando sentado en un
columpio. ¡Nana, nana, me dejaste solo!, reclamó. Pero si tú te fuiste
corriendo hacia el bosque, le corregí, ¿cómo lo hiciste? Tú te fuiste sola, nana mala, me dejaste
solito. No, mi precioso niño, estabas vestido con ese traje de conejo, le
respondí. ¡Nana, te estás volviendo loca, el traje lo lavaste!, ¿recuerdas?
¿Cómo me lo iba poner mojado? Sí, mi niño tienes toda la razón. Vamos, vamos a
casa, ese bosque es peligroso. Ajá, te dije que yo te iba a mostrar algo, ¿recuerdas?
¿De qué hablas? Algo que te quería mostrar pero tú no quisiste, fuiste sola, nana
mala, y me dejaste solito, sollozó. Lo abracé, y le pedí disculpas, ya mi niño,
no llores, yo creí que eras tú, y me equivoqué, nunca más te dejaré solo, ya, ¿estás de acuerdo?,
Bueno, sí, si después me dejas usar el traje, pidió con voz convincente. Bien,
bien, mi niño, pero no debes decir nada de lo que pasó, y nunca más iremos a
jugar al bosque, ¿ya? De acuerdo, dijo mientras caminábamos a casa, pero dí que me porté bien y que no lloré.
Prometido. De vez en cuando me volteaba a mirar el bosque, un escalofrío me recorrió
de pies a cabeza, mi intuición me decía que
algo malo sucedía allí. Algo muy malo.