Amanece, ya abren
sus pétalos los adormecidos capullos. Bostezan las amapolas y se incorporan los
ateridos juncos perfumados, asomando sus corolas aterciopeladas de pálidos
antófilos. Es el comienzo de algo no muy definido aún, podría ser la primavera,
o el esplendor de un ciclo. En el ambiente hay un murmullo de árboles, cortezas
y el trinar de ciertos pájaros anuncian
el despertar del gran rayo escondido tras una nube juguetona.
En el
jardín todo es alegría, las flores maduras expelen un néctar embriagante, atrae a los insectos, abejorros de empolvados
abrigos zumban alrededor de las pequeñas flores de lavanda. Abejas en sus pijamas de rayas liban
el néctar para nuestra miel del desayuno. Un pino se estremece, estira sus
ramas adormecidas y se despereza, abraza con un aliento suave a los tibios
nidos. Y los pajarillos asoman sus cabezas amarillas, llamando a sus padres para saciar su hambre.
Hay
una singular duda, en el jardín todo parece estar retenido en el espacio,
puedes observar que existe una armonía, lo miras, lo imaginas y te trasladas
hacia ese paraje encerrado por
misteriosas murallas. Y puedes disfrutar de la paz y alegría que flotan en un
ambiente perfecto.
Y sin embargo, más allá del jardín, el mundo
parece despedazarse, el horizonte se fractura con un sol que irradia sus
cabellos anaranjados sobre los sedientos lagos y riachuelos. Es la otra cara de
la moneda. La contaminación del planeta cede su prudencia y se ramifica como
una enfermedad destruyendo todo a su paso. En el jardín esto no sucede, está
aislado, es una burbuja que permanece retenida en el espacio, dentro de una
sepia fotografía. Es un hermoso recuerdo, de tiempos pasados.