La
niebla dormía profundamente sobre la ciudad. Callejones estrechos y malolientes
se descolgaban por cualquier parte como pasillos laberínticos que el viento
penetraba desapareciendo tras una retorcida escalera.
La niebla lanzaba volutas al aire, soñaba una danza magistral por
entre los árboles y cubriendo los tejados con su lengua fantasmal. Sus suspiros
se elevaban más allá de las chimeneas juntándose con el aliento tibió que
escapaba de las fogatas.
La niebla despierta deja su mullida almohada y salé de su letargo a
curiosear, entra en cada rendija,
enfriando el ambiente, se esfuma por las
chimeneas como un espectro y luego se va deslizando por el pavimento igual que
una precoz danzarina. De vez en cuando la niebla llega hasta un callejón sin
salida que entorpece su rápido baile, eso no le gusta, y vocifera con palabras
inentendibles que sólo el viento traduce y lleva más allá de las colinas para
que nadie las escuche.
La niebla deja una huella húmeda a su paso, pareciera llorar por algo que ya no recuerda. La
noche llega a su punto final, un coro de
pájaros anuncia la madrugada que sin remedio abre los párpados del día. La
niebla bosteza entristecida, hunde su cara en el río y se aleja sollozando en
busca de consuelo.