La ventana se cimbra en los brazos
del viento.
Los postigos apenas la sostienen
entre columnas mohosas atacadas de herrumbre.
El frío la penetra una y otra vez,
es insaciable,
roba cada visita, un trozo del
último cristal empobrecido.
La ventana se agita, quiere volar
al infinito,
abre sus hojas incitada por pajarillos
que se cuelan en noches de luna
en busca de su corazón tibio.
Mas no puede, se queda allí,
envejecida de tiempo,
bañada de sudores y
lloviznas.
No tiene a dónde ir, no conoce nada,
ni siquiera el árbol que le dio la
vida.
Sólo antiguos recuerdos vagan
ciegos
en sus desvencijados recuerdos.
Tal vez fue el centro de las
atenciones y miradas,
cubierta de cortinajes de sueños,
lustrosa y llamativa en su cuerpo
de madera
cuando era parte de una familia pudiente.
Ahora todos se han ido,
ha quedado sola en la intemperie,
saqueada por inescrupulosos duendes
que se apoderan de sus partes.
Siente desamparo entre la espesura
de noches
y envolvente niebla de madrugadas.
La soledad la visita constantemente
y le deja un rastro de resignación.
Hoy ha descubierto a una enredadera
que
se empina de su tallo alargando sus brazos
y alcanzar el hueco por donde se escapa
la esperanza.
Eso le da una pequeña luz en su
roído pecho,
le da ánimo moviendo suavemente el
marco
que aún puede sostenerla en sus
brazos.
Entonces, deja que la brisa la
penetre y susurre su canción
arrancando el pedazo de cristal que
tanto atesora,
lo deja caer al vacío, así la naciente enredadera
pueda llegar a ella.
La aguarda con ansiedad,
usa el ulular del viento
y entona una melodía entre sus hilos transparentes,
cual madre arrulla a su bebé.
La ventana tiene otro brillo,
esta cubierta de verde esperanza
y junto a su marco despintado,
brotan flores que la embellecen de
orgullo.