Cuando la
conocí las lágrimas rodaban por sus mejillas y no la dejaban hablar. Estaba
allí en medio de la nada, cerca de un viejo árbol que pedía agua a gritos y que
humedecía sus labios resecos con las lágrimas que la mujer derramaba a sus
pies.
No
pude resistirme a pasar por su lado sin auxiliarla en medio del calor de la
desértica zona. Se notaba que su congoja era infinita y a la vez inexplicable,
hallarla sumida en esa pena sin nadie a su lado, salvo el viejo árbol. Me
senté junto a ella en una
desvencijada banca pegada al tronco y le pregunté qué le sucedía, si necesitaba
viajar a algún lugar menos inhóspito.
Sus manos cubrían su rostro mientras sollozaba. No respondió, pero al
tocar su brazo descubrió sus ojos y me miró entre sus tupidas pestañas mojadas
por la intermitente lluvia de su dolor.
Le
ofrecí una botella de agua que traía conmigo, la tomó con ansias y casi la
bebió toda de un solo y largo trago. Como un náufrago en un desierto. Entonces
me contó que lloraba por sus hijos perdidos entre esas montañas ardientes. Dijo
que escuchaba sus gritos pero que aún no
podía hallarlos. Le pregunté ¿si la policía sabía de eso, si había acudido en ayuda y desde cuándo? Me miró con
sorpresa, dijo no saber nada, que estaba allí esperando que alguien la ayudara.
Se me ocurrió ofrecerle mi auto y contarle que
iba camino a la ciudad de Antofagasta. Una sonrisa apareció en su rostro
brevemente y aceptó sin antes tomar el resto del agua y verterlo junto al
árbol. Me pareció no buena idea botar el agua en un lugar que, de seguro, no
encontraríamos una tienda en dónde comprar más. Sin embargo no dije nada. Le
abrí la puerta del copiloto pero se
negó, dijo sentirse muy cansada y prefirió el asiento trasero. Acomodé mis cosas
y la invité a subirse. Por un momento se me hizo extraño que yo, un hombre tan
metódico y prudente subiera a una extraña, vestida con un traje blanco y descuidado a mi auto. Mas, deseché
ese pensamiento y mejor pensé que estaba haciendo una obra de caridad con esa
desconocida.
Ya
manejando, quise entablar una conversación para romper la monotonía del camino y
le pregunté su nombre y de qué pueblo era. Esperé un rato, pero no contestó, me
asomé al asiento trasero y la vi dormitando. Debe haber estado muy cansada de
tanto llorar y buscar a sus hijos, me dije. Después de una hora de viaje pensé
que sería prudente despertarla para saber más de ella, quedaban algunos
kilómetros más para llegar a la ciudad. Volteé pero me pareció no verla,
entonces me acerqué a la vera del camino y me detuve. Salí del auto y abrí la
puerta trasera. Con estupor comprobé que la mujer no estaba, ¿cómo?, exclamé
estupefacto, no pudo haberse bajado a la velocidad que yo traía, imposible. ¿Me
estaré volviendo loco, por tanto calor y soledad en esta carretera?
Volví
a mirar el asiento trasero, en el suelo
hallé algo que brillaba, me asomé y lo
tomé, parecía un pequeño trocito de oro
o algo que se le pareciera. ¿Eso de dónde salió?, pregunté curioso. Oh, no, ¿me estará afectando el delirio de
los desiertos? Pero, no puede ser, la mujer era real yo la vi, la toqué. Es una
locura. Me volví al asiento delantero
y continué la marcha todavía perplejo
por lo sucedido, puse el pequeño metal en mi bolsillo y seguí mi camino. ¿A
quién le voy a contar esta historia y que me crea?
Después
de unos días olvidé por completo esta
extraña aventura. El trabajo me mantuvo demasiado ocupado, hasta que empecé a
tener unos sueños recurrentes que siempre terminaban con una mujer llorando. Entonces me preocupé, fui
hasta mi closet y metí la mano en mi vestón, al fondo lo encontré, el pequeño
trozo de metal. Lo miré varias veces, ¿de dónde salió esto? Se me ocurrió
pensar que lo traía la mujer tal vez y
se le había caído, pero en qué momento, si nunca se bajó del carro, simplemente
desapareció, es lo más misterioso que me haya sucedido. Lo deposité en una
cajita, un día lo llevaré al joyero, me dije.
Tiempo
después fui a la joyería, el señor lo
observó con curiosidad, me preguntó, ¿en
dónde lo adquirió?, parece ser muy antiguo dijo, es oro, pero no está bien
pulido, ¿se ha encontrado una mina por allí?, exclamó en tono burlesco. Me
sentí avergonzado, y le conté que lo encontré en el piso de mi auto. Señor,
esta pepita vale dinero. Oh, qué bien, se lo diré a la persona que lo dejó
olvidado allí, comenté. Rápido lo tomé y le di las gracias alejándome lo más
pronto posible y así no permitirle otra sarcástica pregunta más.
Me
molesta que la gente se burle de uno sin conocerlo, eso es muy desagradable.
Estaba molesto, tal vez conmigo mismo.
Fui a casa de mi amigo Octavio y
le conté esa extraña aventura de la semana pasada. Le advertí que no se
riera y que no lo tomara como algo de locos, todo lo que le conté era verdad y
necesitaba que alguien me escuchara, además le
mencioné sobre mis sueños también. Me miró por un rato sin pestañear, me
dijo que me creía a pesar de lo extraño
de la historia. Dijo que de ser verdad, podría ser un fantasma, que había
escuchado que de vez en cuando por el camino ese se aparece una mujer a la
que llaman la llorona y la historia es
muy similar, solo que muchos no paran
y se alejan sin darle ayuda,
entonces dicen que la mujer se les
aparece dentro del auto, y los asusta.
Que muchos han chocado después de esa
visión.
Bueno, lo que a mí me pasó es diferente añadí,
yo no me asusté, salvo cuando no la encontré en el asiento trasero, eso sí que
me produjo un escalofrío, pero luego pensé que estaba delirando por el calor.
Sí, lo tuyo es bien raro, pues parece que te premió dejándote un regalo inusitado, apuntó mi
amigo.
Me
fui a casa más tranquilo, guardé la pepita como un recuerdo y coloqué una
botella grande con agua dentro del auto, pensando en la próxima
vez que pasase cerca del árbol viejo.
Así sucedió, esta vez no había nadie, sólo un pequeño cartel que decía: por
favor, “dame de beber”. Vertí toda el agua junto al árbol y me alejé sintiendo
un alivio en mi corazón, por esa madre que busca a sus hijos y que pide agua
para mantener vivo a su árbol. Nunca más volví a soñar con ella, pero se hizo
en mí una rutina llevar agua, cada vez que paso cerca de ese viejo y sediento árbol.