Ella golpea la puerta, suave, luego insiste más fuerte, pero no recibe una respuesta, hay un desierto de silencio a pesar de su propio ruido. Adentro, él la observa jubiloso al verla tocar la madera con tanta insistencia, sin embargo no hace nada por dejarla entrar. En su rostro una sonrisa juega de placer, como si le divirtiera verla ansiosa.
Ella desliza sus dedos húmedos por la ventana y su rostro se refleja en el cristal sin que el hombre se inmute por eso. No es indiferencia, la quiere, la ama, hace muchos meses que la espera, y ahora que ella ha llegado, él siente que su pecho se ensancha y la respira a través de la ventana. Coloca sus labios en el cristal y la besa en su humedad, cierra los ojos y la escucha replicar sobre el pavimento.
Ella se aleja después de haber sentido los ardientes besos del hombre entibiar sus gélidos labios en la transparencia del cristal. Sus tacones empapados hacen un monótono ruido y contenta corre calle abajo esparciendo su cortina de agua por toda la ciudad.
Ya ha llegado y eso le basta al hombre para alegrar su invierno. La lluvia es su amante furtiva, y ella lo sabe muy bien, cómplices de un romance inusual.