Subían y
bajaban del cielo a la tierra.
Los que
subían, impuros.
Los que
bajaban, con sus pulmones limpios,
y las
cajitas de arte
con sus
pestañas muy abiertas,
se
deslizaban por los rieles elevados
sobre los
rascacielos de la ciudad;
admirando la
bahía y sus barquitos de papel,
sus gaviotas
y sus cerros
cual un
abanico abierto al mar.
Los encontré
divinos, angelicales,
con su
ángulo oblicuo
sobando los
costados de los cerros.
Al final de
su ascensión, siempre un paseo,
una noche
estrellada, una luna,
una
sensación de paz, de amor, un beso,
un hechizo
de luces y un camino
plateado
cruzando el mar.
La cajita
del Turrin, me mostró
su tiempo
antiguo y su ding dong
de los
cuartos de hora.
La de
Artillería, la hermosura de mi puerto bravo,
su comparsa
bohemia de la noche,
su aire
marino trasnochado.
Villaseca,
me trajo nostalgias...
Nostalgias
de mi abuelita Alejandrina,
atareada
cobrando y ubicando a los pasajeros,
deseándoles
buen día a los que bajaban.
Deje
entre viejos fierros un suspiro
titilando en
su ventana
y un
recuerdo de mi niñez.
Polanco, se
internó por el interior del cerro
del mismo
nombre,
me produjo
escalofríos.
Subimos por
su garganta a respirar
y nos
despidió por su sombrero.
Reina
Victoria, recién pintada
y fresca
como una colegiala nos señaló el cementerio
y sus
construcciones blancas.
Más allá la
cárcel y sus murallones
como una
fortaleza tenebrosa,
para luego
sobresalir entre los edificios
y saludar
con un guiño al océano.
Barón,
antiguo y populachero,
se elevó
sobre la feria libre
para
piropear al Congreso
y sus
jardines bien cuidados.
Así visité
algunos de los muchos ascensores
de mi puerto
bohemio
y
recordarlos desde lejos.
Allí estarán
bajando y subiendo,
con su
caminar eléctrico sin apuros,
como el ding
dong del reloj Turrin,
bostezando
una siesta de verano,
o escalando
al cielo
en el
silencio de un invierno...