En la inmensidad de la noche un llamado de alarma te hace salir de la cama y vestirte de prisa con lo que encuentras a mano. Corre, corre sin parar hacia el cerro lo más alto que puedas. Ojalá hubiera una escala que te llevara al cielo, piensas con desesperación. No eres el primero, podrías decir que, al contrario, eres casi el último junto al sargento. Más adelante una horda de negras figuras envueltas en chales, mantas, y frazadas, se dirige con paso apurado hacia la cumbre. Sólo escuchas el respirar agitado del sargento León, y el tuyo propio. Más allá sollozan algunos niños, llanto entrecortado de mujeres, quejas y ruegos, gente aterrorizada por el despertar violento del terremoto. Y luego, cuando pensaste que nada sucedería, qué más podría pasar después del movimiento sísmico cerca de la costa del Maule que sólo dejó cosas rotas en tu cabaña. Incluso pensaste que el epicentro fue mucho más lejos, más al sur. Te equivocaste, volviste a la cama a reconciliar el sueño, a pesar de que seguían las réplicas. Le dijiste a tu vecino, que no te daban miedo los temblores y que mañana debías madrugar, así que alumbrado con una pequeña lámpara portátil, te internaste en un sueño lejos de los gritos de la gente y del apagón.
Eras un hombre curtido por los temblores, naciste justo en medio de uno y tu madre no vivió para contarlo. Tu bote, “El Quijote”, permanecía junto al embarcadero amarrado, listo para emprender, como cada día, el viaje hacia alta mar, a recoger las gemas plateadas que te regalaba el océano, con las cuales no te faltaba el sustento.
La voz del sargento León te despertó cuando apenas cerrabas los ojos, -¡Ábre, hombre, ábre!, ¿cómo es qué no estás afuera, que no sentiste el terremoto? -Ya, no es na’ estoy curtido con los terremotos, le gritaste. -¡Hombre, ábre, vístete rápido, pasa algo grave! Por eso saliste de prisa. -¡El mar, Manuel, el mar se está recogiendo! Gritaba enloquecido el sargento. -¡Bah!, si no han avisado na’ de la marina. ¡Sí, pero el mar se está recogiendo!, míralo por ti mismo, repitió desafiante. Entonces te asustaste, no podías creer, de verdad, el océano retiraba sus faldones espumosos de la orilla. La playa era una inmensa cancha de fútbol, así te pareció, lisa y húmeda, alumbrada sólo por el ojo de la luna. ¡Mi Madre!, exclamaste, ¡hay que correr al cerro! -Sí, pero ayúdame a avisar a la gente, ¡corre, Manuel!, avisa a los demás.
-¡Vamos, vamos! Salgan de sus casas, el mar se está recogiendo, gritaste. Don Pancho con sus setenta años encima te reclamó, ya pu’ eñol, no esté bromeando! Con el tremendo sustito que tuvimos! ¡Vamos!, es verdad, parece que se nos viene un maremoto! ¡Salga pronto y avise a su gente!, apuntaste con seriedad. El viejo se echó una frazada al hombro y salió rapidito junto a su perro, llevaba una olla vacía, y con una cuchara iba golpeando por las casas con apuro. Todo el barrio salió a la calle al escuchar los gritos. ¡Al cerro! ¡Al cerro! ¡El mar se sale! la gente corría apresurada hacia la cima, pero tú y el sargento León, seguían golpeando puertas y gritando, que salvaran sus vidas. Volviste la cabeza hacia el mar, una ola gigantesca se levantaba indómita en el horizonte. El rugido era de una bestia herida, que avanzaba acarreando sus caracolas con un sordo rumor de castañuelas, pudiste ver en su base una profundidad nunca vista, era como si la tierra abriera su útero vacío y negro bajo el monstruo de agua que avanzaba. La piel se te puso chinita, un escalofrío te invadió, pero seguiste corriendo por la calle principal alertando a la gente, que con el bullicio y los gritos se dirigía hacia lo alto.
Ya no quedaba tiempo, el sargento León te indicó del otro extremo que subieras. Entonces corriste a su encuentro, mientras el uniformado te gritaba que siguieras hacia arriba, pero tú llegaste jadeando a su lado y los dos emprendieron la huída.
Un golpe seco de agua te tomó en sus brazos y te separó del sargento, llevándote en el aire como mísera pluma. Un kilómetro más allá, en la loca carrera, te agarraste de la copa de un árbol. No se podía distinguir bien, la oscuridad y el ruido eran lo único que golpeaba tus oídos. Te afirmaste lastimando tus manos, el rostro, con las peligrosas ramas que rasparon tu cuerpo. Los minutos fueron interminables, tres veces el mar encrespado y furioso barrió la costa con esmero, golpeando y cimbrando el árbol con el afán de arrancarte del abrazo.
Cuando todo pasó, después de eternos momentos de agonía, aferrado a las ramas, el mar volvió a su calma habitual dejando sólo destrucción a su paso. Tu bote había desaparecido. “El Quijote”, sucumbió a la fuerza de un enemigo que lo atacó sin piedad. En el agua flotaban las casas como barcos naufragados, mudos testigos de una batalla desigual. Tu cabaña era sólo un montón de tablas quebradas, listas para convertirse en astillas. La costa estaba convertida en una sepultura de chatarra y botes de pesca, que ayer surcaban el mar.
Todavía permanecías aferrado al árbol a más de tres metros del suelo, era un pino alto y robusto que sólo tenía una leve inclinación hacia el océano. No sabías si estabas dentro de una terrible pesadilla y querías despertar, pero el dolor de tus muñecas y brazos te hizo gemir y supiste que la realidad, cruel y triste te rodeaba. La caleta ya no existía, nada quedaba, veías sólo un paisaje de horror, todo había sido devastado al paso del terrible maremoto. Al bajar, a duras penas caminaste desorientado, la pesadilla estaba comenzando. En un recodo, cerca de unas ruinas, encontraste el cuerpo inerte del sargento León, cubierto de lodo. Y por primera vez en tu vida, lloraste arrodillado con la espalda encorvada, un llanto que no habías tenido desde el día en que naciste y te salía de lo más profundo del corazón.