Cuando
el tren que iba hacia San Jerónimo se detuvo justo en medio del túnel con un
frenético chirrido de las ruedas metálicas, todo el mundo abordo despertó de su
acogedor vaivén con un sobresalto.
A doña
Edelmira le cayó sobre la cabeza el
canasto con los tamales que llevaba al mercado y otros bultos volaron por los aires sorprendiendo a
los viajeros. Nadie atinaba a saber qué había sucedido, pues la luz también se
cortó y dentro del tren la confusión era tremenda. Se escuchaba el cacarear
asustado de las gallinas, el llanto de los niños semidormidos y las preguntas
que se hacían los comerciantes que a esa hora se dirigían a
vender sus productos al tianguis.
Algunos
hombres sugirieron que alguien se bajara a averiguar, pero otros argumentaron
que el tren podría ponerse en marcha justo en ese momento, o que sería muy
peligroso caminar en un túnel oscuro. Cada cual daba su opinión alumbrándose
brevemente con algún cerillo. Doña Edelmira preguntó la hora y un señor
enfrente de su asiento le dijo que eran alrededor de las 5 de la madrugada. Una
anciana, que se hallaba envuelta en un gran chal de estambre, exclamó que
alguien debería ir de vagón en vagón hasta llegar a la máquina y averiguar qué
sucedía (ellos se encontraban en el penúltimo compartimiento del tren).
Dos hombres
jóvenes se ofrecieron a ir, y encargaron sus pertenencias a doña Edelmira, que
era su conocida. La gente sacaba la cabeza por las ventanas tratando de saber
qué pasaba, pero sólo veían a distancia
un leve reflejo de luz a la salida del túnel. Algunos hombres se asomaron por
las puertas del tren (no podían ir más lejos por cuidar de sus bultos) e
igualmente se encontraron con otros del vagón anterior que hacían lo mismo, pero nadie tenía una respuesta.
Los chiflidos iban y venían sin dar con el maquinista y los jóvenes. Esperemos
a que regresen los muchachos, sugirió don Desiderio, un señor gordo que vendía melones en el
tianguis.
Bien, bostezó
doña Tere, mientras tanto, sea bueno y
alúmbreme aquí para tomar un cafecito. No faltaba más señito, respondió galante el gordo. La señora
sirvió unos vasos de plásticos y, con voz de feriante, preguntó si alguien
quería café. Varios alzaron la voz. ¡Si
hay que estar un buen rato, más valdrá un cafecito! Así se fueron
acercando hasta conseguir un vaso con el revitalizador líquido y se
arrellanaron cerca de la Tere, mientras don Sebastián, hombre muy callado hasta
ese momento, se animó a ofrecer cigarrillos acomodándose para a conversar cerca
del grupo. Alguien contó una anécdota vivida en otro tren y don Casimiro contó
unos chistes que los hizo reír de buena gana.
Entre los
vagones se situó otro grupo de hombres a especular con la situación, quejándose
que si esto se demoraba más, les iría
muy mal con las ventas de la mañana. Ahí también los hombres se convidaban
cigarrillos, como una forma de calmar los nervios o como una manera de ser
solidarios entre sí. A lo mejor atropellaron a algún cristiano, comentó uno. Yo
pienso que se atravesó algún animal.
Pues algo paró al tren ¿no? ¡Claro!, una vaca, exclamó un joven y todos
se volvieron hacia él con una carcajada. ¡Buena, Ramón, sacaste cigarrillo! Les
digo que no pasó eso, ya ven que se apagaron todas las luces, rezongó una mujer
flaca que tenía un niño en sus brazos. Pues algo pasó, de eso no hay dudas
seño, pero si esto no se arregla pronto, la carne que traigo se echará a
perder, agregó un señor de ancho bigote.
¡Oigan!, hace como media hora que se fueron los muchachos y no han
regresado. ¿Ésos? ¡Ah!, ya están en el
tianguis, bromeó con voz irónica uno que no quitaba la vista de su reloj. Hay
que esperar, dijo Ramón. Por lo menos ya está
aclarando un poco, agregó un hombre con sombrero de palma y un saco en
sus manos. ¡Que vayan otros!, pidió la mujer flaca, mi niño está enfermo. Ya
no se preocupe tanto seño, falta poco.
En ese momento se prendió la luz y hubo gritos y chiflidos de felicidad.
Pronto, vuelvan todos a sus asientos,
pidieron los jóvenes que regresaban desde la máquina. ¡Ah, por fin
llegaron! ¿Qué fue lo que pasó? Pues,
¿qué creen?, una falla mecánica. Todos rieron.
¿Pa’eso se
demoraron tanto?, exclamó doña Edelmira. Ya, pues, si no se podía caminar con tanta gente en los
otros vagones, señito. Es que nadie sabía nada y todos estaban requete
asustados, agregó el otro joven.
Minutos
después de que volviera la luz, el tren dio unos remezones como para sacarse la
pereza, otros pocos quejidos metálicos y,
continuó su marcha saliendo del túnel, bordeó un cerro para luego llegar
a campo abierto.
La calma en el tren reinó de nuevo, los pasajeros en
sus asientos trataban de conciliar el
sueño tan bruscamente arrebatado. Don
Desiderio miró su reloj, aún quedaba
media hora de viaje.