Los
rojos titulares del periódico de
Teocuitatlán anunciaban esa mañana gris que Beatriz Maldonado dueña de la
prestigiosa zapatería de su mismo nombre, había sido asesinada la noche
anterior. Con lujo de detalles contaba que la rubia cabellera de la mujer había
quedado impregnada de sangre cuando
le destrozaron el cráneo con una
estatuilla metálica del Quijote de la Mancha.
La privada historia de la familia Araya, después de la muerte del señor
Roberto Araya, quedaba para siempre en los archivos de la policía. De más está
decir que por ningún motivo fue un
crimen pasional, sino sencillamente una venganza.
La resignada pena de la señora Mercedes Araya una vez que el funeral
concluyó, se vio alterada hasta el punto
de convertirse en rabia y rencor, el mismo día en que se convocó a la familia
para la lectura del testamento del difunto esposo. Como es natural, ella se
presentó, justo a las cinco de la tarde, en el despacho del rechoncho abogado
Pérez, acompañada por sus dos hijos, dueños de la “Zapatería Hijos de Araya”
y en vida del padre, llamada “Zapatería
Araya e hijos”.
Todo parecía normal esa tarde de color miel que, a pocos minutos de
permanecer la familia en el despacho del regordete abogado, por no sé qué
suerte del tiempo, se volvió de un intenso color gris.
El licenciado, estudiadamente ceremonioso, saludó a la familia, mientras
no dejaba de acariciar su denso bigote estilo Salvador Dalí. Una vez sentados
extrajo de una caja fuerte situada a sus
espaldas, un sobre de color amarillo y lo abrió en su presencia. El silencio era expectante y reinó por un breve momento en la estancia. La
señora Araya sacó de su bolso un pañuelo blanco con sus iniciales en una
esquina y lo apretó entre sus manos, como adivinando que esa lectura le
causaría llanto. Pero no fue así, el abogado después de carraspear para
darse un tono de importancia, apartó el
documento del sobre y anunció la
lectura.
La señora Mercedes pasó brevemente el pañuelo por su nariz mientras los
hijos vestidos impecablemente con sus trajes gris y azul, camisas blancas,
corbatas; una de líneas blancas
combinadas con azul y la otra de rayas
blancas y rojas, dieron un
suspiro de alivio y se acomodaron a escuchar.
Todo parecía normal, tal vez demasiado normal. Sin embargo, de pronto esa
excesiva confianza se quebró cuando uno
de los hijos del finado señor Araya se levantó enfurecido de su asiento y salió
del despacho dando un tremendo portazo. El otro hijo quedó como petrificado en
la silla, todavía atontado por el anuncio, incrédulo de lo que había escuchado.
La señora Araya de súbito volvió del aturdimiento en que se encontraba y se
alzó de su asiento con el propósito de arrebatar el documento de manos del
gordo abogado, el que a su vez, retrocedió tratando de salvar el testamento. Un
grito cruzó el ambiente y se estrelló junto
a la cara del licenciado. ¡No, no puede ser!, la señora Araya se dejó
caer en la silla aniquilada por la desagradable e increíble noticia, todo su
mundo se desplomó a sus pies. El señor Roberto Araya dejaba su zapatería a una
atractiva señorita de Sayula, una tal Beatriz Maldonado.
Mientras el asustadizo y rechoncho albacea se disculpaba con la viuda y
su hijo, lamentaba no poder hacer nada
para cambiar ese testamento, el sudor corría por su frente y en vano lo secaba con su pañuelo sin poder controlarlo. Doña Mercedes
y su hijo abandonaron el despacho tan mortificados como si de pronto llevaran
veinte años de dolor en sus espaldas.
La vida de la señora Araya se extinguió de tristeza durante los veintitrés días en que contempló
a Beatriz Maldonado, vestida con unas llamativas minifaldas, abrir y cerrar la
zapatería que desde siempre le había pertenecido. En sus labios tan sólo se escuchó una palabra repetida
durante esa noche, una frase llena de rencor y de reproche hacia su difunto
marido: “hijo de la chingada.”
El martes, los hijos de Roberto Araya enterraron a su madre. El día
jueves por la noche hicieron una primera y última visita a Beatriz Maldonado en
su casa, allí mismo abusaron de ella
sexualmente y terminaron con la vida de la mujer de la forma en que lo anunció
el periódico, en primera página y en
llamativo titular, esa mañana gris.