La
cabaña estaba allí en lo alto, muy cerca
del océano, el precipicio y el bosque. Delgadas nubes se mecían en un cielo
encapotado a punto de convertirse en lluvia. Como un anuncio que algo iba a
cambiar, pero aún no se dejaba ver.
Los árboles mecían sus melenas embelesados de altura, el abismo abrió su
boca soplando un viento marino, mientras las olas embravecidas azotaban
sinuosas el acantilado. Aves marinas
bulliciosas revoloteaban cerca de sus nidos empotrados en la muralla rocosa, y
el hombre avanzó luchando con el viento que pretendía arrebatarle la bufanda,
mientras maldijo y rumió algo siniestro.
Sus pasos parecieron llevarlo directo hacia la cabaña, pues seguía el
sinuoso camino cubierto de arbustos que por momentos le detenían, agarrándolo
con sus delgados brazos, tal vez, impedir que continuara.
El sollozo del cauro se dejó escuchar, venía jalando las ramas de los
árboles arrancando algunas hojas, mientras el hombre torció su camino y se
alejó de la cabaña. Con pasos presurosos, como alguien que va tomar un tranvía, se fue adentrando entre los
altos arbusto que en un esfuerzo supremo se aferraban a su abrigo, tal vez para
impedir el paso fatal, hasta encontrarse con el precipicio.
En la cabaña, el tiempo se detuvo, la soledad lagrimeaba en un rincón
olvidado del mundo, ya no era refugio de
nadie.
Rocío L'Amar Interesante comadre, el cauro creció y se hizo hombre. Abrazos desde Sanpeter.
ResponderEliminargracias comadre, besitos para ti y Sanpeter
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