Te miro desde el
mismo rincón, no me he movido para nada. Trato de no meter bulla mientras tú
caminas de un lado a otro en busca de
algo que se te perdió. Podría decirte dónde lo dejaste ayer que estuviste
leyendo y descuidadamente cayó tras el sillón. Ahí está, no se ha movido como yo. Pero tú estás
tan absorto en encontrarlo que no has notado mi presencia, no consultas, sólo
rabeas y has salido dando un portazo. Acusas a todo el mundo de tu descuido. Me
quedo más quieto que de costumbre, nadie nota que estoy aquí, la mucama entró
con su plumero y me pasó esas plumas de
ganso por todos lados, que me hizo estornudar y
las campanadas salieron tan de improviso que la mujer dio un salto y se
persignó. Luego me miró con tamaños ojos y
recelosa se marchó sin terminar de sacudir los muebles.
Llevo
tanto tiempo sin hablar que no recuerdo
mi sonido. Quisiera salir al patio y contemplar el jardín, muy pocas veces
abres las cortinas y dejas abierta la ventana para que entre el aire fresco,
ese aroma a magnolias, a rosas en su clímax y la enredadera de azares. También
me emociona escuchar el canto de los mirlos y otros pajarillos que curiosamente
se asoman a husmear el cuarto. Les llamo
con mi lacónica voz sin sonido esperando sepan escuchar bajo el silencio, pero
me equivoco, se marchan al primer ruido y quedo con el sabor de su compañía.
Has
llegado, traes otro semblante, más entusiasta, me miras con curiosidad, me siento
un poco inquieto, imagino que tus intenciones no están bien definidas. Sigues
mirándome, te llevas una mano a la cabeza y luego sonríes. Me tienes con el
alma en un hilo, no me gusta tu sonrisa, quiero permanecer en el mismo lugar,
pero ya lo has decidido, me tomas con rudeza, me colocas sobre el escritorio.
Tengo tanto susto que se me escapa una campanada y tú en orden de acallarme
paras mi corazón que deja de latir y me cubres con un paño. Dices en voz alta, -te
venderé en la subasta y podré pagar mis cuentas. Luego te ríes y agregas -la
mucama afirma que estás embrujado, que
tienes ojos que la observan, por eso, ya no te quiero en mi casa.
Quiero
llorar, ¿qué será de mí?, ¿quién cuidará de ponerme a la hora exacta como tú lo
haces? No te importa que lleve parte de todos tus ancestros pegado a la piel de
mi corteza, que por años te cuidé y te aconsejé sin manifestarme, con el fin de
no asustarte. Eres un ingrato. Nada de
lo que te diga telepáticamente ahora, te hará desistir de sacarme de tu casa
para siempre.
Andrea Faulkner
ResponderEliminarLindo!
muchas gracias querida Andrea, besitos.
EliminarManu Muñoz
ResponderEliminarMe gustó mucho. Aunque revelaste el misterio envuelto en un muy atrayente discurso.
Marianela Puebla
EliminarMuchas gracias amigo Manu, muy amable, saluditos.