Las
sombras salieron de sus escondrijos. Mucho tiempo esperaron el sonido único de
unas pisadas. Era un obstinado silencio que se interrumpía por momentos, con
ese monótono ruido quebrado brevemente por los insectos de la noche.
Los pasos se alejaron perdidos en algún callejón indeseable, oliendo tal
vez por décadas los orines de los borrachos. El abandono es el rey de la
desmoronada ciudad, piedra tras piedra salen al camino como pidiendo clemencia.
El tiempo se anidó en el alero de una casa moribunda. El reloj universal marcó
los minutos, espolvoreando el calendario con su aliento reseco, mientras la
oscuridad susurró en los rincones en busca de una guarida.
Después del bombardeo vino el desalojo, ya nada quedó en pie, era imposible
vivir en ese desorden, por el olor nauseabundo de los cadáveres semi-
enterrados bajo los escombros.
La ciudad yace inerte, adolorida por tanto tormento, llanto y grito, se
quedó en trance. Increíble pensar que
otros fueron los tiempos de su auge, cuando el bullicio no daba espacio al silencio. Ahora recorre
las solitarias calles de Aleppo un dolor que rompe el alma, es un sufrimiento
impregnado a la tierra, a las fallecientes paredes, a los techos caídos, a las
ventanas colgando de un hilo, a los muertos que ya se los tragó la noche más
oscura que haya habido.
La luz aúlla en algún escondrijo, lo que parecía una llamada entre los
edificios derruidos, pero las sombras curiosas la ocultan tenuemente sin
saber en dónde realmente se esconde.
Aleppo, la ciudad abandonada a su
maldita suerte, ya no clama, no alza la voz en un angustioso sonido, se
deja acariciar por el polvo antiguo que la lengua del viento agita sin dejar
nada que cubrir, nada que describa el minuto
de la destrucción, de la masacre, ni el rostro de los asesinos.
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