La
verdad es que hubo varias, cada vez que la abuela salía de compras, el abuelo
se echaba a dormir en el sillón y se
quemaban los porotos. Cuando la abuela regresaba de sus mandados, ahí lo
encontraba durmiendo, mientras en la cocina, la olla se quemaba con los porotos
secos, sin agua. Entonces la abuela se indignaba, corría de un lado para el otro tratando de
salvar su olla y su cocimiento, pero
todo era inútil, el humo cubría con su espesa fragancia de porotos quemados
toda la casa, y el abuelo, qué va, como
si todo fuera normal, abría los ojos después del último ronquido y miraba un
punto lejano preguntando, ah ¿ya llegaste vieja? Para qué repetir lo que la
abuela le respondía que hasta el gato salía despavorido de la casa y el abuelo
se mantenía con un signo de interrogación en los ojos, preguntando, ¿qué pasa
vieja? ¿Ya se cocieron los porotos?, mira que me senté a pensar y parece que me dormí.
¡Ah, viejo haragán!, ¿no me digas que ahora tienes hambre? Así parece,
me desperté con mucha hambre, ¿ya están listos los famosos porotos? ¡Qué
disparate!, te los puedes comer quemados,
“te dije que los revolvieras y
estuvieras atento”, si sigues así de desatendido, te morirás igualito
que el ratón Pérez que se cayó en la olla por
flojonazo.
Oye viejo, si continúas de esta manera, no podré dejarte solo en la
casa, no tiene razón que tú te quedes,
mientras yo cargo mi espinazo con las bolsas del mercado. La próxima vez irás
tú con la lista de las compras y yo me quedaré en casa revolviendo los porotos.
Bueno, vieja, si tú quieres yo iré
y verás que ni me quejo, contestó el anciano refunfuñando por el reto.
A la semana siguiente le tocó
al abuelo ir de compras con una
larga lista y unas bolsas vacías. Al llegar al mercado justo en la entrada, se
encontró con un amigo de su infancia y se pusieron a conversar, el otro lo
invitó a un café de olla que doña
Matilde preparaba, allí en el mismo mercado. Conversaron mucho de antiguas pololas y desengaños, de amores
platónicos y de los prohibidos, los dos se echaban de vez en cuando algunas
porras, de pronto el abuelo se dio cuenta de la hora, porque ya estaba
sintiendo mucha hambre y se paró de prisa, luego se despidió de manos. ¡Chao
por ahora, otro día nos vemos
amigo! Ah, ¿ya te vas? Sí, sí, tengo una
lista de compras. El anciano caminó
rápido escarbándose los bolsillos pero no encontró la lista, ¿dónde se metió esa maldita hoja de papel?
Iba tan distraído que no vio unas hojas de lechuga votadas en el suelo y
resbaló cayendo con estrépito, golpeándose en el frío pavimento. Los feriantes
alarmados lo fueron a asistir, pero del abuelo ni pio, estaba como muerto con
el golpe en la cabeza. Los paramédicos acudieron más tarde y se lo llevaron al
hospital, allí por más que trataron, el abuelo no volvió de su caída y lo dieron por fallecido.
Cuando la abuela se enteró del suceso, fue algo terrible para ella, no
se podía consolar echándose la culpa por haber mandado al viejo al mercado. Ese
día como nunca, los porotos quedaron de
maravilla y la mesa puesta envejeció sin los comensales. Después de un tiempo, la abuela se sentó
junto a la puerta de la calle, a llorar y a lamentarse de su desgracia,
pensando que tal vez, salvó al viejo de morir ahogado en la olla, como en el
cuento, pero de igual manera la muerte
le hizo una zancadilla y se lo llevó por despistado.
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