Por
los pasillos del hospital negreaba el desamparo. De vez en cuando alguien
tosía, alguien se quejaba. Una lámpara del pasillo no podía dormir y se prendía
y apagaba como un ojo desvelado. Más allá una máquina bombeaba oxigeno en
acompasado ritmo. Pasos sobre el largo
pasillo se detenían por breves momentos en el umbral de las salas, auscultando
a los pacientes, comprobando que los habitantes del dolor estuvieran dormidos
después de haber tomado las pastillas calmantes.
Un reloj fatigado por el tedio marcaba acompasado cada minuto que al final resultaba en una lenta agonía para
quienes esperaban la muerte como única solución a tanto dolor. El ruido
merodeaba con un dedo sobre sus labios y
caminando en punta de pies, pero igual su vigilia hacia crujir las maderas, de
vez en cuando una puerta se estremecía de pavor al ver pasar la huesa acicalada y compuesta en espera de
un alma que la acompañara más allá de la congoja.
En el hospital la noche se alarga como un acordeón descompuesto, va
dejando una lenta melodía que no acaba hasta que despunta el alba y comienza el
ajetreo. El día despierta somnoliento, aun está cansado y desea más tiempo para
reponerse, pero la noche esta peor y se retira faltando algunos minutos para su
turno.
Las enfermaras entran y salen de las salas, lavando a los enfermo, dándoles sus pastillas,
colocando inyecciones, cambiando a los bebés, en fin es un mar de composturas,
todas al unísono marchan como las agujas del reloj, como un panal de abejas,
zumban, sacuden, agitan, toman la presión revisan que el suero este goteando
vida, dicen palabras de consuelo, y los
enfermos resignados les entregan sus escuálidos cuerpos, hasta que llega el
desayuno.
En el hospital la muerte siempre se va acompañada por algún difunto,
por eso los ancianos tiemblan cuando van al hospital y tiemblan cuando llega la
noche.
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